NAVALUENGA, LA HIJA LEGÍTIMA DEL ALBERCHE.
Aún cuando nadie lo escucha, existe un pueblo que habla. Con la sobriedad de Gredos y la quietud del Alberche. Que te atrapa entre los ecos de su voz, sensual, profunda e hipnótica. En sus acordes rezuman los susurros de los versos de un poema.
Un paisaje que te absorbe, que te observa con la calidez en su mirada de un atardecer de otoño, tocando el corazón del visitante con la yema de sus dedos.
Con la misma dulzura con que la brisa dibuja los contornos de la silueta de la mañana, un amanecer de primavera.
Navaluenga huele a petricor y a puestas de sol, a sueños consumados de los que no quieres despertar. Huele a aromas de mujer. Esencias que te acarician, te envuelven, te arropan y te embriagan, con la ternura a flor de piel, como el abrazo de una madre.
Fragancias empapadas de identidad y encanto. Huele a magia, armonía, a paraíso y a hechizo. Un perfume tan suyo, tan nuestro, que desde “las vueltas del Castrejón” antes incluso de vislumbrar la recta de la dehesa, nuestra pituitaria ya lo reconoce.
Y los sentidos se agitan, el corazón se desborda y se acelera, las emociones se agolpan desordenadas, miedos y anhelos se desvanecen, la mirada se ilumina con un brillo de mansedumbre en los ojos, se atenúan las inquietudes y en los labios, se dibuja una sonrisa. Huele a casa.
Una sensación que retempla el cuerpo y reconforta el alma, como un buen puchero de garbanzos al amor de la lumbre una mañana fría de invierno.
-“Dígame, Tía Alejandra, ¿cómo es posible que le salga tan bueno el cocido?
-“Porque, para que haya buen cocido, ¡¡Primero tiene que haber buen crudo!!
-“El puchero viejo, pero muy limpio, que esté “enseñao” a los calentones. La lumbre justa, que ni quiebre el hervor, ni abrase los murillos. Los garbanzos, los de casa, los de la herrén y el agua de la sierra”.
-“Y sobre todo, horas de cocer. Despacio, “al tran tran”. El puchero no quiere prisas. Sólo quiere que le atalantes de cuando en cuando y que le escuches. Que le oigas cuando levantas la tapa y el te lo dice todo: “gor, gor, gor, gor….”. Despacito, como la lluvia que da el tempero a la tierra”.
Por eso el pueblo es tan especial, porque desde su más tierna infancia se ha ido acuñando a fuego lento, como el cocido de la abuela. En un puchero tan antiguo y limpio como su sierra. Con ingredientes todos, fruto de la propia tierra y regadas con la esencia de sus aguas.
Navaluenga es al Alberche y su sierra, lo que una hija para sus padres. Las bondades de ambos templan el corazón de sus gentes y forman una alianza inquebrantable entre el hombre y la tierra.
El Alberche y sus sierras, como los sacramentos, imprimen carácter.
Cuenta la leyenda, que la musa griega Náyade, que habitaba en charcos, pozos y manantiales, vino a bañarse en estas aguas, conocedora de sus bondades y atribuciones.
No se sabe muy bien quién embrujó a quién. Pero al sentirse inmersa en el Alberche deseó quedarse para siempre.
Cuando tuvo que partir, reclamada por Ulises, Zeus y Adonis, al Monte del Olimpo, su tristeza fue tal, que pequeños chorros de lágrimas descendieron por sus mejillas hasta el lecho del río, y sus aguas, quedaron impregnadas para siempre de la magia de la Musa.
Artemisa, Diosa protectora de la Musa, bendijo el hechizo. Y su magia permanece eterna en estas aguas y bautizaron Náyades a las almejas que vivían en su lecho, con un encanto invulnerable.
Por eso en el Alberche, las cosas no se hunden, porque “se asuelan”. El agua sobrante en demasía, no se derrama ni se vierte, de las bocas de los cántaros y las ánforas cuando están muy llenas, porque “reguetran”. No se transforman en rocío en las mañanas de mayo, sino en “aguachá”. Las lanchas que moja no resbalan, “esbaran”, y cuando se estanca en pequeños remansos y lagunillas, donde viven tritones, sapos y escuerzos, el agua se torna “escorzuna”. Los frutales que riegan sus aguas mágicas, no tienen fruta verde, sino “zorrolla” y la hierba no se seca, “se avellana”. Y en las mañanas de abril, los días de lluvia, no son mañanas lluviosas, sino “amorosas”.
Ya los árabes gozaron de las virtudes de sus aguas, y de su término “Al-birka” que significa estanque, alberca y laguna, procede la hidronimia, que hasta bautizó las frutas que regaban con su magia, “ las albérchigas”.
Navaluenga es la hija legítima del esplendor de Gredos y la magia del Alberche.
Tiene el rostro del Edén, alma de madre y nombre de mujer. Porque sólo el vientre de una madre puede gestar y parir tanta belleza.
Y en este lenguaje tan nuestro, el lenguaje de “los tos y las nas” que quitan peso innecesario a las palabras un vez se han hecho inteligibles, las cosas no se presienten ni se intuyen, se barruntan.
En Navaluenga se barruntan ya ritmos de fiestas y galas de función, y a sus gentes, les queda un espacio en el calendario para honrar a su patrona, muy cortito, muy “chiquinine”.
Una vez más, la magia se incrementará si cabe, con la fusión de esta alma de madre de Navaluenga, y la devoción por su patrona la Virgen de los Villares.
Y juntos , sus gentes , patrona y madre, están predestinadas al disfrute de sus fiestas y a vivir eternamente, uncidos con la magia de este yugo materno filial en una alianza que no conoce principio ni fin. Como el abrazo sublime de una madre, que te “achorcha” contra su pecho, hasta quedar plácidamente dormido en su regazo.
FELICES FIESTAS.
Ismael del Peso Jiménez